martes, 25 de enero de 2011

Memoria de la tribu

“Quisiera vivir eternamente, seguiría escribiendo eternamente”

J. Donoso

En los turbulentos años 70, nos rompíamos la cabeza en la universidad hablando de la identidad nacional, la identidad colectiva, el ser peruano. Por entonces, creíamos que aquello era algo que teníamos, obligatoriamente, que construir. Y entonces, los debates iban y venían. Algunos, sostenían que la identidad nacional se constituyó a partir del mestizaje: los españoles llegaron al Perú, lo conquistaron, luego se inició un duro proceso de mestizaje, que empezando por las uniones de hecho, entre ibéricos e indias, abarcó los diversos campos de la economía, cultura, la religión y la política. Otros, los más radicales, evidentemente alimentados por la prédica neo indigenista y mariateguista, sosteníamos que aquello del mestizaje era una trampa. El Perú, con su población de origen, fue salvajemente conquistado, y luego devastado a través de un genocidio durante la colonia. Y en todo caso, lo que quedaba ahora era tratar, a la manera del mito del Inkari, reintegrar todo, reconstituir el ser nacional, en torno a un Proyecto de nueva sociedad y de nuevo estado.

Buenos años me llevó entender que la identidad nacional es una entelequia. Como bien diría el propio Marx en algunas de sus sesudas reflexiones – proveniente me parece de la Ideología alemana- la historia empieza con la existencia de seres humanos de carne y hueso. Y mas adelante, cuando en su monumental obra, El Capital, analiza el surgimiento del capitalismo, redondea la idea, señalando que la noción de individuo es creación reciente, podría decirse que no pasa de los 5,000 años.

El caso es el siguiente. Los pueblos, las comunidades, compuestas de seres humanos de carne y hueso, que comparten un mismo territorio, que hablan una sola lengua, que profesan de repente, las mismas creencias, se asombran con los mismo mitos y adoran a los mismos Dioses, pueden tener en torno a eso, puntos básicos de identidad. Pero ello, es una forma muy general para referirse a esos seres humanos. Es una abstracción que de ningún modo, representa el entendimiento, la comprensión de quienes son esas personas y de por qué son de tal o cual manera. Y es que a final de cuentas, como la misma psicología de la personalidad ha ido perfilando, las personas somos el conjunto de nuestras vivencias, nuestras pasiones, nuestros recuerdos, nuestros sueños, nuestros anhelos, nuestras frustraciones, nuestras ideas, nuestras ambiciones, y en tal sentido, solo viendo todo ello en conjunto a través del devenir, es que podemos al final afirmar, que tal persona es así o tal otra es asá. Y para la misma persona, que deambula por este mundo, hay una noción, como diría el gran psicólogo norteamericano Erick Erickson, una noción de mismidad, es decir sentimiento y conciencia de ser una persona de tal o cual manera. Y eso es la identidad. Esa identidad, es plena, es rica, es creativa, se hace en el tiempo, hundiendo raíces en el pasado familiar, comunal, si, pero proyectándose cada día hacia el futuro; es el gran reto humano e individual de plantearse, cotidianamente el aspirar a ser, el querer ser, el llegar a ser.

He terminado de leer El gran Gatsby, y quedé impresionado de la forma genial en que Scott Fitzgerald, retrata la imagen precisamente de un hombre, nacido en la pobreza y el infortunio, que en determinado momento de la vida, se plantea ese aspirar a ser, ese llegar a ser. Y claro, en este caso como es literatura el asunto toma ribetes dramáticos, pero el hecho es que el hombre se construye una identidad nueva. Deja de lado todo lo anterior, y en esencia por aquel amor de juventud que representa Daysi, es capaz de hacerlo todo, y se asume, en realidad se reinventa como Jean Gatsby, hombre encantador, millonario, magnánimo, que día y noche agasaja a cientos de invitados, venidos de no se sabe donde. Todos asisten a sus fiestas, cubiertos de pieles y diamantes, todos beben, bailan y brindan por él. Pero en los entresijos de la fiesta, rumoreando en los pasillos, hombres y mujeres, se preguntan de donde vendrá su fortuna. Al final, cuando presa de una confusión de un marido celoso, es asesinado, nadie asiste a su entierro.

De otro lado, pienso en Donoso, dejando aquella hermosa carta para su hija Pilar, cuando lamenta no poder heredarle una memoria de tribu, por que ella no nació en Chile, no gozó los olores, ni sabores, ni caricias del hogar paterno y de los abuelos, pero que sin embargo en un momento dramático le dice:

“Esa seguridad, esa protección que yo disfruté, pese a que después la haya rechazado, no puedo dártela (…). Eso que mi madre tanto quería para nosotros y que a veces siento que echas de menos, no puedo dártelo. Si continúa haciéndote falta, tendrás que creártela tú. Serás quien quieras ser, pura construcción, ostentarás la fisonomía que elijas, no crecerás tiranizada por fantasmas de existencia previa a la tuya. (…) podrás elegir con mayor amplitud, llevarás pocas señas de identidad que te condenen a ser algo preestablecido (…) podrás tú misma trazar los rasgos de tu propio rostro”.

Hermosa forma de referirse al tema capital de la construcción de la propia identidad. Así nos hacemos los seres humanos.

Hoy por la mañana escuchaba una vez más, fascinado a Jaime Guardia – gran amigo del maestro y peruano universal José María Arguedas-, interpretar Carnaval de Tambobamba, y evocaba la última vez, que con mi madre aún viva lo escuchamos cantar, siempre al lado del inmortal Máximo Damián, allá en los viejos salones de la Cooperativa Santa Elisa, en el centro de Lima. Aún guardo en mis cansadas retinas, el rostro amable y pleno de gozo de mi madre, mujer valiente proveniente de un pueblo a las faldas de los nevados del Sara Sara, y no he podido evitar, sentir y pensar que mis raíces están sin duda ahí, en el centro mítico del Ande, no he podido dejar de emocionarme al escuchar una vez más Madrecita linda por que me has dejado en el mejor tiempo de mis sufrimientos… Y se perfectamente, que mi identidad nacida con la fuerza de los vientos del sur, se reinventa día a día, cuando escribo un verso, cuando pergeño un cuento, cuando redacto un artículo científico, cuando puedo dar una palabra de cariño a los demás, en fin en tanto y en cuanto el lenguaje, hasta el fin de los tiempos, me acompañe.

P. Libre, 21 de Enero de 2011

La violencia está en la mente

“El Perú está en camino una vez más de construir una democracia. Lo está por méritos de quienes se atrevieron a no creer en la verdad oficial de un régimen dictatorial; de quienes llamaron a la dictadura, dictadura, a la corrupción, corrupción; al crimen, crimen. Esos actos de firmeza moral, en las voces de millones de ciudadanos de a pie, nos demuestran la eficacia de la verdad” S. Lerner (Comisión de la Verdad y la Reconciliación)

Desde hace unos días, resuena en los medios, la propuesta de algunos candidatos que anuncian que de llegar al poder otorgarían indulto, supuestamente por razones de salud, a Alberto Fujimori Fujimori. Dichas propuestas, aparentemente teñidas de inocencia, representan sin embargo, un peligro para la democracia en el Perú.

Y es que detrás de dichos aspavientos mediáticos, subyace una concepción y una valoración acerca de lo que es la democracia representativa, el sistema de partidos políticos, la crisis y la guerra interna que sufrió el país a partir de los 80, la forma en que actuaron las Fuerzas Armadas y los Servicios de Inteligencia y a partir de ahí, una valoración específica del gobierno encabezado por el ciudadano Fujimori.

Quizá la expresión mas franca de todo esto, lo haya dado recientemente la supuesta enfermera que atiende al ilustre preso, cuando ha declarado, que éste es un héroe de la patria, y no lo dice pero lo da a entender, injustamente encarcelado.

Realmente una persona que está mínimamente informada acerca de lo que ocurrió en el país en los últimos 25 años ¿puede afirmar eso, sin mayor sentimiento de culpa por estar faltando de modo flagrante a la verdad, o es que en verdad, en lo más profundo de su mente, cree convencidamente en lo que está diciendo?

Por que es conocido por todos, que el ciudadano que hoy se encuentra preso, purgando condena por violación de derechos humanos - delitos de lesa humanidad-, tuvo conocimiento (por lo menos eso está probado de modo categórico), de los diversos operativos, que en la etapa más álgida de la ofensiva terrorista, culminaron en horrendos crímenes como los de Barrios Altos, La Cantuta, El Santa y otros. Todos ellos, envueltos, recubiertos, y justificados, con bonitas palabras, como la defensa de la patria, la libertad y la democracia.

Y aquí no se trata, de ninguna manera, de defender ni mucho menos, la vesania terrorista – tan sólo de evocar lo de Tarata, que dejó como terrible saldo, 20 muertos, 132 heridos y 8 personas ciegas, se nos escarapela el cuerpo- sino tan sólo de apelar al principio esencial del estado de derecho, y en virtud a lo cual, éste ha demostrado ser un elemento de avanzada en el proceso civilizatorio de la humanidad: el que los delitos deben ser determinados, juzgados y sancionados con la ley en la mano. No se puede actuar del mismo demencial modo, ni reaccionar de la misma brutal y salvaje forma, tal como actúa el terrorista. Si las autoridades elegidas, el régimen establecido, las instituciones, actúan de la misma manera que el mentalmente envenenado terrorista, entonces, desde un punto de vista ético, no hay mayor diferencia.

Ya en su tiempo, en una histórica polémica entre Sartre y Camus[1], éste último zanjó la discusión acerca de la ética en las relaciones humanas, señalando que ningún fin, justifica los medios, y apelando a Kant, marcó a fuego, que el hombre es un fin en si mismo. En tal sentido, ningún ideal, objetivo político, estructura económica o estado constituido, puede estar por encima de la persona humana. De ahí, que se cuestione tanto a los regímenes políticos dictatoriales, como a la voracidad inhumana de ciertos regímenes capitalistas – por algunos englobados en el término de “capitalismo salvaje”-.

Entonces, volviendo al punto, eso es lo que en esencia se cuestiona al régimen de Fujimori, y sus secuaces, Montesinos, Nicolás de Bari, Martin Rivas, Pichilingüe, y demás especimenes. Si el estado y el gobierno democrática va actuar de la misma manera que el terrorista, haciendo de la prehistórica ley del talión, su emblema, pues ¿cuál es la diferencia ética, entre unos y otros?

Eso es entonces, lo que cada político, cada líder de opinión, cada respetable ciudadano debería difundir y esclarecer ante las nuevas generaciones, eso en última instancia, es educación cívica y política. De esa forma se construye democracia, de esa forma se hace patria.

Pero ciertamente que el asunto no es sencillo. Por que cuando, años atrás, en abril de 1,992 se produce al autogolpe y Fujimori disolvió el Congreso, persiguió a la oposición, y entregó todo el poder a las Fuerzas Armadas, el pueblo peruano, en su gran mayoría, aplaudió la medida.

¿Y antes, cuando en la década del 80, el país entero se desangraba, y la mayoría de los peruanos, doblegados ya por el miedo, se recluía en sus casas, y pasivamente dejaban que las cosas se resolvieran entre los militares y Sendero Luminoso?

El caso, es que en lo más profundo de nuestro ser, y de nuestro psiquismo, parece anidarse un núcleo autoritario, difícil de superar. Cuando alguien dijo, que en la mente de cada peruano, hay un Toledo –por el virrey español- y un Huayna Cápac, se estaba refiriendo a que tenemos al monarca o al Inca, metidos muy dentro de nosotros; y ya sabemos qué relación existía entre dichos personajes y sus súbditos: relación vertical, de dominio y sumisión total.

A los peruanos no es pues muy difícil, pensar en términos de democracia, de tolerancia, de libertad. De hecho que a todo ello se aúnan los estilos de crianza y educación tal como en artículo anterior[2] lo sosteníamos. Educación represiva, autoritaria, intolerante, de completo desdén al individuo. De aplastamiento del necesario aire de libertad, para que florezca el pensamiento propio y la creatividad.

Pero de otro lado, y quizá a un nivel más profundo, nuestra misma historia nos ha venido diciendo que hay un grave problema en el país. Cuando ocurrió lo de Uchuraccay, y Vargas Llosa, junto a Max Hernández, Luis Millones, el propio Ministro de Cultura actual, Juan Ossio, fueron a las alturas de Huanta- ahí donde había ocurrido la masacre de los 8 periodistas- para entrevistar a los comuneros, cuando regresaban a la ciudad, cabizbajos, pensando en la desgracia acontecida, de pronto, una luz se hizo en la mente de Vargas Llosa: claro, el grave problema era que entre nosotros todavía existe la profunda creencia de hay peruanos prescindibles. Esta constatación era terrible, por que era, como de pronto, entender todo lo que había ocurrido a lo largo de la historia. Desde la época del incanato, algo que se agudizó con la conquista y la colonia, apareció también en las mismas batallas y guerras de emancipación, y luego, a todas luces emergió durante la república; todo lo cual, ahora, fatídicamente, se redondeaba casi finalizando el siglo XX. En el Perú, habían pues peruanos de 2da. Y de 3era. categoría; más que eso, peruanos, que bien podrían estar hoy día, y mañana ya no, y no pasaba nada.

Solo a partir de ello se explica por qué dentro de las cerca de 70, 000 víctimas- entre muertos y desaparecidos que descubrió la Comisión de la Verdad, en su mayor porcentaje, eran hombres de origen indígena y quechua hablantes.

Entonces, el problema a atacar es mucho más grave. No es tan sólo que a ciertos politicastros se les ocurra lanzar tal o cual propuesta – que tal como hemos analizado socava la democracia-, sino el que dichas propuestas tengan eco en la población. Si ello todavía sigue ocurriendo así, quiere decir que en poco tiempo volveremos a contemplar los sufrientes rostros de ancianas vestidas con polleras, que volverán a llorar por sus hijos perdidos en medio de la nueva violencia que una vez más azotará al Perú.

P. Libre, 23 de Enero de 2011



[1] Vargas Llosa, M. “Contra viento y marea (1962-1982)”. Edit. Seix Barral. España. 1983

[2] ¿Una cinta blanca para la educación peruana? ricardocanalesperu.blogspot.com

domingo, 16 de enero de 2011

Cuento 1

Todo el mundo decía que Eugenio era un retardado. Las cosas que hacía, la forma en que se comunicaba, el modo en que se vestía. Todo hacía pensar, que su mente y su actuar, estaban tristemente bañadas por un manto de opacidad. Nada había en él, que pudiera destacarse, nada –como suele ocurrir con todo mortal- que pudiera, aunque fuere por un instante, deslumbrar. Nada. Todo era tan opaco, tan gris, tan triste.

Y pensar, que alguna vez, cuando muy niño yo lo conocí, era tan distinto. De mirada vivaz, de palabra fácil, de mirada confiada. Pero aquel tiempo había quedado muy atrás. Aquellos que lo conocían, luego dijeron, que tenía un comportamiento muy extraño. Nunca hablaba con nadie, cuando algún conocido le pasaba la voz volteaba, y contestaba apenas con una especie de gruñido. No, ese muchacho no está bien, decían.

En los últimos tiempos, apenas en el invierno pasado, lo habían visto con cierta frecuencia merodear por los malecones de La Punta. Esperaba que fueran las cinco –como en el inmortal poema de García Lorca- para salir de su casa y enrumbar, como llevado por un viento extraño, hacia las playas pedregosas. Allá, gozoso, parecía volverse uno, con la densa neblina, con el acre olor a algas y con la bruma sombría, que paulatinamente se iba tragando el día. Desde aquel antiguo mirador de maderos blancos, construido el siglo pasado, su mirada se perdía en medio del espumante reventar de olas, acaso evocando todo lo que había sido hasta entonces, su existencia.

Ah, Eugenio, pobre Eugenio, acaso tu vida pudo haber sido distinta. Acaso por un momento, las gentes que te trataron, empezando por tus padres, pudieron haberse dado cuenta, todo lo que bullía dentro de ti. Pero, lamentablemente, nunca tenían tiempo. Tu padre, dedicado a su trabajo en el Municipio, paraba apurado, siempre apurado. Tu madre, mujer de mirar receloso, actitud fría y trato distante, se ocupaba especialmente de tu hermanita. No pues, para ti, nunca había tiempo. Y creciste, contemplando el diligente paso de las hormigas, que desde el jardín transitaban hacia el patio interior de tu casa, llevando el mundo entero a cuestas o por las noches, escuchando hasta el fin de los tiempos, el canto inacabable de los grillos, que como decía la Victoria, aquella única mujer venida del Ande que te dio algo de cariño, cantaban para que no se escuchara en este mundo, el lamento de las almas en pena.

Si, la Victoria, que gran mujer. Como te fascinaba, escuchar, por las tardes, luego de abrevar una leche tibia alcanzada por sus manos, sus historias de los pishtacos, de los desaparecidos y de los jarjachas, allá en Ayacucho. Especialmente estas trágicas y terribles historias de los jarjachas era lo que más te impresionaba. Historias de amor doliente, historias de pasión que envolvía a ciertos hombres y mujeres, que teniendo vínculo de sangre, de pronto se veían envueltos, atenazados, en las ardientes brasas del amor terreno; y que cuando tomando conciencia de las terribles cosas que habían hecho, iban donde el curita del pueblo, éste era el primero en condenarlos. No hay perdón de Dios, tronaba en el templo, el hombre de negro, no hay perdón. Son ustedes unos miserables. Y aquellas almas tristes, entonces, tenían que irse del pueblo, condenados a arrastrar sus vergüenzas y sus culpas, a lugares remotos.

Esas noches, en que a la luz del candil, escuchabas estas terribles historias, no querías luego irte a tu cuarto; incluso varias veces lloraste en los hombros de la Victoria, para que ella no te dejara solo, por que convencido estabas que esa noche, en medio de las más profunda soledad de tu cuarto, los condenados, vendrían a visitarte, ellos vendrían a mirarte, acaso con odio, y que si la Victoria no hacía nada, eran tan malos, que jalándote de las patas, te llevarían con ellos.

¿Y la Milagritos, tu hermanita? ¿Como era que te trataba ella? Tú siempre dijiste que era lo mejor que había pasado en tu vida. Cuando ella nació, y en la medida que iba creciendo, y con el tiempo se ponía cada vez más preciosa, tú decías – y así, encontraron en algunas notas entre tus cosas- que era la belleza hecha realidad, decías que el cielo y las estrellas palidecían ante su hermosura, decías que la noche sería solo noche de por siempre, si no existiera Milagritos. Que extraño designio habría- te preguntaste muchas veces- para que mientras ella creciera y se volviera más y más bella, con aquellos resplandecientes ojos de esmeralda y aquel cabello como de oro derretido, tú te volvieras cada vez más torpe, más limitado y mas feo. Eso es lo que tú pensabas Eugenio, eso es lo que tú creías.

Pero ella te quería Eugenio, te quería. Si había que ver, como cuando tú llegabas de la escuela, ella iba corriendo en tu busca. Y te abrazaba y te besaba, y entonces para ti, el día entero se iluminaba. Pero claro, eso era cuando ella tenía 5 o 6 añitos. Pero al parecer todo cambió cuando ella cumplió los 15. La insondable belleza de aquel rostro adornado con esos gitanos ojos verdes, era parte ahora de una muchacha esbelta, cuyas lindas formas de mujer se iban configurando, como si un genial pintor así la hubiera imaginado. Y cuanto sufriste Eugenio, cuando esa aciaga noche de sus quinceaños, luego de haber bailado el Danubio con tu padre, antes de bailar contigo, que casi escondido hacia un lado de la sala, esperabas expectante, prefirió bailar, con Daniel aquel patancito del barrio, y solo por que era vivaz, de palabra fácil y guapo. Y luego danzó en el centro de su mirada toda la noche, y Milagritos, era feliz, rozaba las estrellas con las manos, y tú, te sentías el ser más despreciable del mundo.

Los que estuvieron ahí, esa noche, contaron que de pronto, desapareciste. Alguno te vio entrar apresurado a tu cuarto, aquel lugar sombrío que quedaba en el sótano de tu casa. Más cerca del infierno, siempre pensaste. Desde entonces, dicen, que ya no salías para nada de ahí. Incluso, no querías ver a la Victoria, que cansada de rogarte para que comas, te dejaba el plato de comida, al pie de tu puerta. Y te pasabas las noches en vela, aterrorizado por los jarjachas, y contemplando, entre sueños, terriblemente asustado, como se iba poniendo cada día mas preciosa, tu hermanita.

Anoche me enteré que tuvieron que tirar abajo, la puerta de tu cuarto, allá en el sótano. Acaso hundiéndote en la densa y misteriosa bruma de la Punta, soñando con encontrarte con tu hermanita en medio de las procelosas aguas, que reventaban como fuego blanco de artificios en la orilla, te habías despedido de este mundo. Hacia un lado, en tu velador, delicados papel seda color celeste con anotaciones poéticas- ¿quien decía que eras retardado Eugenio?-, un vaso con restos de la llamada bebida de sabor nacional, y un poco más allá, un sobre entreabierto de platina colorada conteniendo aún restos de poderoso raticida. Los jarjachas, al final, habían cumplido su cometido.

P. Libre, 14 de Enero de 2011

Paris era una fiesta

“Imagina lo que representa querer ser escritor y sentir la vocación en todas las fibras del cuerpo y sin embargo fracasar siempre”

E. Hemingway

Me gusta recordar al Hemingway de 25 años, descubriendo la vida, conociendo a los íconos de su juventud: su admirado Joyce, la insuperable Gertrude Stein, al grande y noble Ezra Pound; escribiendo en sus libretas de lomo azul, sacando punta a su lápiz hasta el infinito, en algunos de los bellos y bohemios cafés de Paris.

Me gusta recordarlo con todo aquel ímpetu juvenil, que sólo se tiene una vez en la vida, y que corresponde precisamente a la época en que uno se cree capaz de conquistar el mundo, y de hacer, contra viento y marea, de su más profunda vocación una realidad terrena.

Me gusta recordarlo paseando, en plena batalla con sus demonios interiores, al borde del Sena, caminando en dirección al boulevard de Montparnasse. Ah, maravilla de barrio bohemio, pleno de coloridos cafés, ahí donde cada tarde se reúnen los escritores, los pintores, los músicos de comienzos de siglo, recordarlo como aquella tarde en que llegando a las Closeries des Lilas se encuentra con el célebre pintor Pascin y éste le presenta a dos chicas, una bajita, morena y de muy buenas formas, y otra, rubia, algo tonta pero igualmente bella, y se las presenta diciendo que una es la hermana buena y la otra, la mala, y que con cual quería irse a la cama.

Me gusta recordarlo en sus temerarias travesías en medio del África, ataviado con su chaqueta y sombrero de cazador para ir tras los más feroces tigres, luego de tomarse un buen trago de whisky; y como no, también recordarlo cuando, comprometido a más no poder, participa como voluntario en las brigadas republicanas en España, y vive experiencias terribles que luego trata de hacer emerger en aquella maravilla narrada que es Por quien doblan las campanas.

Me gusta recordarlo, más adelante, entregado en cuerpo y alma a otra de sus pasiones, la pesca, allá en las playas de la Habana; habiéndose tomado previamente varios mojitos en la Floridita, y acaso buscando la inspiración suprema, para un poco más tarde, iluminado por una luna color naranja y refrescado por los agitados vientos del sur, escribir aquella epopeya moderna llamada El viejo y el mar; en tiempos en que él mismo llegó a pensar que ya estaba derrotado. Y sin embargo es capaz de crear semejante obra maestra, como diciendo al mundo, aquí estoy, sigo siendo un creador, no estaba derrotado. Eterna lucha del hombre contra lo que por momentos pareciera ser su inexorable destino: la derrota; y que sin embargo, como el ave fénix, en este caso Hemingway en representación de toda la especie humana, nos dice que siempre somos capaces de levantarnos de entre nuestros escombros.

Me gustaría creer que terminó sus días, no como producto de un accidente, ni mucho menos por efectos del Alzheimer –como algunos, profundamente temerosos ante la muerte, se atreven a decir por ahí- sino llevando hasta las últimas consecuencias, sus principios de hombre libre, hombre comprometido con su tiempo y con su vocación de creador impenitente de ficciones, y que en los postreros instantes evocaba, maravillado, gozoso, pleno de vida, que Paris era una fiesta, reviviendo la bella época en que era un soñador, un hombre valiente, que amaba a una mujer clara- como diría el gran Silvio- y se entregaba en cuerpo y alma a su pasión: escribir. ¿Para qué pedir más a la vida, si ésta ya se lo había dado todo?

P. Libre 11 de Enero de 2011

martes, 11 de enero de 2011

La muerte es la ausencia de lenguaje

Ayer por la noche, pude ver la nueva película del genial Clint Eastwood[1], hombre que en sus últimos años aparece más deslumbrante que cuando se dio a conocer al mundo con “Por un puñado de dólares”, por que ahora aparte de productor, director y guionista, es también autor, como en este caso, de la música de la película. En el nuevo film, de hecho, muy diferente a todos los anteriores, Eastwood, se plantea – ¿preocupación de la edad que inexorablemente avanza?- el crucial tema de la muerte. Ya lo decía Kierkegard, de algún modo también Sartre, que el tema fundamental de la filosofía, aquello que atenaza la mente del hombre a través de todos los tiempos, es el tema de la angustia ante la muerte. ¿Qué es la vida, qué es la muerte? ¿Por qué y para qué existimos en este mundo? ¿Hacia donde vamos durante y después de la vida? ¿Existe algo más allá después de la muerte? Vaya magnitud de preguntas. Preguntas que tan sólo de formularlas nos dejan pasmados.

En la antigüedad occidental, los griegos[2] trataron de esclarecer estos asuntos cruciales a través del método socrático, artefacto supremo de la lógica y la razón, y concluyeron en que la vida es inseparable de la muerte, y que de lo uno nace necesariamente lo otro. Pero también postularon la idea del principio vital, en torno a aquello que es imperecedero: el alma. En aquel célebre diálogo entre el feísimo y genial maestro de la filosofía griega y Cebes, aquel concluyendo, señala que por mucho que la muerte se aproxime al alma, ésta no morirá, es eterna. Por tanto, luego de la muerte, el alma, regresa a la vida.

El cristianismo, esencial religión monoteísta – que surge como continuación pero en lucha abierta contra el judaísmo- se plantea el tema de la muerte de modo distinto. Se parte de la idea central de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Los hombres estamos en este mundo para cumplir los designios de la divinidad- con Jesús el mandato esencial, será: Ama a tu prójimo como a ti mismo- y buscar hacer el bien. Al morir, nos acercamos a la vida eterna. Si hemos sido buenos, nuestra alma irá al paraíso, a reencontrarnos con nuestra esencia eterna: Dios.

En la película que comento, Eastwood, presenta magistralmente entrelazadas tres historias. La primera, trata de una periodista francesa que en misión periodística sufre en carne propia las consecuencias de un tsunami en las costas de un país asiático, producto de lo cual bordea los insondables abismos de la muerte y que cuando regresa a este mundo y se reintegra a sus labores, no puede sacar de su mente, aquel acezante recuerdo, al punto que ello se convierte en una obsesión; de otro lado, está la historia de un par de gemelos en Londres, cuya madre es alcohólica, y que en circunstancias en que uno de ellos va a comprar una medicina para rehabilitar a su madre, es asaltado y que para escapar, huye, cruzando despavorido la pista, pero, oh fatalidad, un camión lo embiste y lo mata. Y finalmente, está la historia que discurre en San Francisco, donde un obrero – magistralmente interpretado por Matt Damon- tiene poderes psíquicos para comunicarse con “el más allá”, poderes que ya no quiere usar, pero que la gente que lo conoce, en especial su hermano, le ruegan, le imploran, volver a usar.

El caso es que en algún momento las historias se entrelazan. Y ello ocurre cuando el obrero ha sido despedido del trabajo, está harto de que especialmente el hermano le siga insistiendo con lo de las “lecturas” como psíquico – comunicación con el “mas allá”- y se va a Londres, a conocer entre otras cosas, la casa de su adorado Charles Dickens. Por su parte, la periodista francesa, que ha sido dejada de lado en su trabajo como entrevistadora de la televisión y ha roto con su pareja, también está en Londres, presentando su libro titulado precisamente: “Mas allá de la vida”, donde comparte con el público su experiencia límite, especie de visita al mundo de la muerte. Y ahí en Londres también está el niño que anhela comunicarse con su hermanito perdido, al punto que cuando en una feria de libros, reconoce al psíquico, no lo deja ni a sol ni sombra, hasta que éste, compadecido del niño, le hace la “lectura” y puede establecer conexión con el hermano muerto.

Al final, el psíquico, que batallaba para dejar de lado esa condición suya, especie de don sobrenatural- pero que a él le parece freack- conoce a la chica francesa, ilusionado se acerca a ella, la contempla arrobado, luego le toma la mano, y ya no hay “conexión” – con el otro mundo-. Se ha curado. Se ha vuelto un hombre normal y entonces ahora puede por fin, enamorarse.

La sensación final que deja la película, es que habiendo empezado por ser una especie de exploración sobre la muerte, un buceo por las experiencias límite que algunos seres humanos reportan haber vivido, termina siendo una película que habla mas bien sobre el encanto de la vida, sobre la capacidad de disfrute de la existencia y sobre los insuperables beneficios del amor. Es como si dijera: amigos, el paraíso no está en el más allá – tampoco está en la otra esquina, como dirían los utopistas pintados por Vargas Llosa- sino que el paraíso, está aquí, a tu lado, cuando puedes tomar de la mano a tu prójimo y eres capaz de brindarle todo el cariño del mundo, de modo natural, sin romperte la cabeza acerca de posibles sufrimientos o goces, cuando te haya llegado la hora, de pasar del mundo de la luz, al de las tinieblas.

Pero a propósito del gran tema de la muerte y de la vida y su sentido esencial, es que volví a revisar la biografía de José Donoso y una vez más, quedé sorprendido por su actitud ante la enfermedad, su deterioro, su agonía y su muerte. Veo ahí toda una lección de vida, profundas reflexiones acerca de la muerte, y acaso, lo más bello, un elogio encendido a la imaginación literaria y la escritura – aquella famosa “loca de la casa” al decir de Rosa Montero-.

Los tormentos interiores por los que pasa el escritor, son impresionantes. Enfermo de cirrosis, efecto de la hepatitis C adquirida en los EE UU, -combinada con una extraña encefalopatía-, aquél contempla con meridiana lucidez su proceso gradual de deterioro físico y mental. En algún momento se pregunta al borde de la desesperación si aquella espeluznante imagen que el espejo le devuelve, es su cuerpo. Luego como resignándose dice[3]:

“…cuerpo que ya no me sirve. ¿Pero me sirvió alguna vez? ¿Me procuró orgullo, placer, plenitud alguna vez? No, la verdad es mas bien que él no me sirve a mí, yo no lo sirvo nunca a él, no lo amé, no lo admiré y tampoco le exigí nada”.

Pero también tiene momentos cruciales en que el tema de la fe y la creencia religiosa se le pone al frente. Luego de una severa crisis de salud, María del Pilar, pide a un religioso amigo que le brinde la extremaunción. El cura, sabedor que el escritor es ateo, hace sin embargo sus mayores esfuerzos. Luego Donoso comenta:

“…cómo sufrió el pobre hombre, como de algún modo llegó a enfermarse, viendo que su prédica era totalmente en vano, y que mi muy modesta resistencia a sus verdades axiomáticas lo destruían”.

Y sin embargo, frente a todo eso, el escritor en algún momento siendo perfectamente consciente de lo que se venía, se rebela. No quiere morir. ¿Por qué? Por que quisiera seguir escribiendo eternamente. Hermoso sentido de la existencia. Como cuando en algún momento, nuestro Nobel, decía a propósito de la mítica Señorita de Somerset[4], que se pasó la vida, recluida en su casa, sin mayor contacto social, sin haber conocido físicamente hombre, tan sólo escribiendo, decía Vargas Llosa, que tuvo la más maravillosa y envidiable existencia, viviendo intensamente los grandes amores, las pasiones incontenibles, los cruciales momentos de exaltación y heroísmo, o a las simas de la crueldad y vesania, a los que puede llegar el hombre, fabulando, gozando con aquellos personajes maravillosos, llegando finalmente a conocer de modo más fidedigno y profundo el alma humana, que si se hubiera pasado la vida en sesiones de té, con seres insulsos.

Donoso dice finalmente que escribe, pelea a diario con el lenguaje, torciéndolo, jugando, amaestrándolo, para saber que vive. Es una especie de profunda verdad que busca con él, aunque es consciente que de repente lo maravilloso está precisamente en la lucha, en el juego, en el intento. Reflexiona sobre la cantidad de años que lleva haciendo eso, más de treinta, escribiendo casi a diario, y todavía no ha llegado a ninguna parte, pero sabe perfectamente, que cuando aquello le falte, es decir cuando ya no haya lenguaje, la muerte habrá llegado.

P. Libre, 9 de Enero de 2011



[1] “Mas allá de la vida” 2,011

[2] Platón, “Fedón”

[3] Op. Cit. pág. 420

[4] Vargas Llosa, M. “El lenguaje de la pasión”. Edic. PEISA. Lima 2,001

¿Una cinta blanca para la educación peruana?

Hay dos imágenes que me persiguen en estos días: aquella atmósfera decadente, sombría, crepuscular, donde reina el miedo, la represión y se incuba lo perverso, tal como acontece en la película alemana que por estos días se proyecta en el Perú, “La cinta blanca”; y por otro lado las imágenes dantescas, terribles, horripilantes que incluyen no sólo bestiales torturas sino hasta actos que llevan hasta la náusea – como aquel de práctico canibalismo al que obligan a los conspiradores, el demente Ramfis, primogénito del dictador dominicano, y el psicópata Jhonny Abbes- en la inmortal “Fiesta del Chivo”[1].

Y entonces me preguntaba si acaso podría existir una relación profunda entre ambas cosas. Pensando en lo primero, viendo el ambiente micro social en que la crianza y la educación se sustenta en la generación del temor y el sentimiento de culpa; ambiente en que la figura del padre, del doctor o del pastor protestante es la de un ser omnipotente, infalible y perfecto, que a final de cuentas, son las únicas personas con derecho a pensar, a decidir y señalar el camino por que deben transitar los demás, empezando por los niños, es claro, que ahí encontramos las raíces del fenómeno autoritario, tan nocivo para la vida social moderna. Por que tras de ello, se esconde el profundo desprecio a la persona, al individuo, en contraposición al casi endiosamiento, de las figuras de autoridad y las estructuras del poder. El mensaje profundo, que amamantan desde que nacen los niños alemanes – en la película, pero también habrá que verlo en nuestro país, especialmente en las serranías del Perú- es que el individuo, la persona- mas adelante, el ciudadano- no está capacitado para pensar, tomar decisiones y a fin de cuentas, gobernarse a si mismo. No. Él siempre necesitará de otro u otros, que piensen, decidan y gobiernen su vida. Además el mensaje implica, uno más subyacente: eso siempre ha sido así – desde los albores de la humanidad- y seguirá siendo así.

Cuando en la película, el pastor, severísimo, reprende a sus hijos, y les señala lo decepcionado que está de ellos – todo debido a que a los niños se les hizo muy tarde, jugando- y los manda a dormir sin comer; al ver esos rostros, que no se explican qué es lo que está pasando, pero que aceptan aquello, por que lo dice, su padre, uno no puede dejar de sentir que se le hiela la sangre y entonces empezar a relacionar dicha actitud con el comportamiento abusivo y cruel que tendrán algunas gentes llegadas al poder, cuando tienen que sancionar, reprimir o castigar a los que consideran sus enemigos, de raza, de nacionalidad, de credo o de ideología.

Y es que lo más sorprendente acaso, viene al final, cuando sin haberse descubierto cabalmente, quién o quienes eran los causantes de los atentados y los crímenes cometidos entre las sombras, en aquel pequeño pueblo alemán, una noche iluminada se oficia la misa, y ahí, ingresan, orondos, soberbios, hechos unos rubicundos hombres, aquellos niños otrora atormentados por sus padres, y se sientan en primera fila en el templo. Los demás, guardan una actitud de asombro y casi reverencia. Eran ya, probablemente, camisas pardas, integrantes del movimiento nazi fascista en Alemania, aquel infausto y genocida fenómeno desatado por aquel demente llamado Adolfo Hitler.

Pero así como hubo un Hitler en Europa, en América Latina, tuvimos un Rafael Leonidas Trujillo, soberbiamente pintado por nuestro insigne escritor; tuvimos un Videla, un Pinochet, y en el Perú, tuvimos un Abimael, pero también un Fujimori y su siamés moral, Vladimiro Montesinos.

¿Por qué en su momento, estos tiranos – que al final se demuestran como asesinos, ladrones y seres corruptos- tuvieron tanto apoyo?

¿No es que en el fondo, existió en esencia, el mismo tipo de crianza y educación, profundamente represiva, autoritaria, intolerante, de completo desdén al individuo?

Cuando en la película –para terminar- ingresa el pastor al salón de clases, y todos los alumnos, en un solo acto, se ponen automáticamente –por que el temor ya es parte consustancial de su ser, se ha hecho costumbre- de pie, ¿no nos recuerda ello, a lo que ocurre igualmente en los cientos de miles de aulas desperdigadas por todo el territorio del Perú, cuando ingresa el maestro, el director, el cura, el prefecto u otra autoridad?

¿No es entonces, que nuestra crianza y educación tiene que cambiar de raíz, avanzando por el camino de la confianza y respeto al otro, por el camino de la libertad, del diálogo y de la democracia?

No sigamos pues, alargando especies de cintas blancas entre nosotros, ni tampoco incubando horrores infernales de autoritarismo y tiranías entre nosotros.

P. Libre, 4 de Enero de 2011



[1] Vargas Llosa, M. “La Fiesta del Chivo”, edit. Alfaguara. Madrid, 2,005

lunes, 10 de enero de 2011

“Million dollar baby”: un drama épico moderno

Hace unos días, anunciaron por el cable la película: “Million dollar baby”, y como no podía ser de otro modo, me alisté para volver a verla. Entre las cosas que más me gustan en la vida, están sin duda, la lectura del genial Faulkner con aquellas historias que llegan al alma y que discurren en la mítica Yonakpatawpha; las arias inmortales – “La casta diva”, “Oh mio babbino caro” o “Madame butterfly”- en la voz atormentada pero suprema de Maria Callas, y también, claro está, las películas del último duro de Hollywood, el gran Clint Eastwood: “Los puentes de Madinson”, “Río místico”, “El gran Torino”.

En “Million dollar baby”, Eastwood encarna al personaje de Frankie Dunn, un viejo entrenador de box, que alguna vez hizo ascender desde los hondos abismos de la condición humana, a boxeadores que llegaron a rozar las estrellas con las manos. Él es un hombre huraño, de pocos amigos, dedicado, en sus ratos libres, a tratar de aprender el gaélico – lengua remota de los celtas, raza oriunda de los irlandeses- que se distanció hace muchos años de su hija, a la cual envía regularmente cartas, las mismas que le son devueltas sin haber sido abiertas. De otro lado está, Scrap- en magistral actuación de Morgan Freeman- un viejo boxeador que alguna vez fue campeón, pero que en su pelea 109, lo dio todo, hasta el punto de perder un ojo. Ahora se ocupa de mantener limpio el gimnasio que regenta Frankie.

Un día aparece por su gimnasio, una mujer joven, delgada, cercana a los 30, que hace hasta lo imposible por trabajar, comer de sobras y sobrevivir, pero que tiene algo a su favor: sabe lo que quiere. Ella es Maggie Fitzgerald.

Ahí empieza la historia. Desde entonces, ella va todos los días al gimnasio y se queda entrenando hasta muy tarde. Su voluntad es inquebrantable. Ella quiere llegar a ser alguien en el mundo del boxeo. Viene de un hogar pobre, perdió a su padre, un hermano suyo está en la cárcel, otra hermana, va a tener su 2do. Hijo, y su madre, es una mujer neurótica de más de 100 kilos de peso.

Un día, Frankie la ve entrenando, y molesto le dice a Scrap, si esa chica está pagando su mensualidad. Éste le contesta que sí, y Frankie le dice que le devuelva su dinero por que él no entrena chicas. El asunto es que Scrap, no le hace caso y la muchacha sigue asistiendo, religiosamente, a sus entrenamientos, hasta ese momento, en completa soledad.

Hasta que una tarde, Frankie se acerca donde ella, para pedirle que le devuelva la “pera” con que está practicando. Y al intercambiar algunas palabras con ella, él se da cuenta que esa muchacha, tiene un sueño y una determinación en la vida. Es ahí que algo toca su corazón y entonces decide entrenarla. La muchacha está feliz. Lo que viene después, es un acelerado proceso de emergencia, posicionamiento en el ranking nacional e internacional, de combates y de triunfos, que al final, los lleva, a disputar el título mundial.

Precisamente en la disputa de aquel título mundial es que ocurre el drama. Es en la parte final, cuando luego de haber batallado duro contra la actual campeona, Billy blue bird, mujer con amenazante mirada de hombre, y de tenerla al borde del knock out, que Maggie, por un instante descuida su guardia, y la otra, le lanza un golpe que la tumba. Lo terrible está a punto de suceder. La cámara lenta, hace más dramático el descenlace. Maggie va cayendo lentamente en su esquina, Frankie con la mirada desorbitada intenta retirar la banqueta que ya había colocado por el toque de la campana, pero todo, era como que estuviera predestinado: nada ya es posible de hacer, Maggie cae noqueada, y su cabeza da contra la esquina del banquito. Todo se detiene en ese instante, vienen los paramédicos, se llevan a la chica al hospital.

No se sabe si horas o días después, ella despierta. A su lado está Frankie, atormentado por sus propios fantasmas y por las culpas que atenazan su alma. Ella lo mira, le sonríe. No puede mover el resto de su cuerpo. Y recibe aire a través de la traquea por un tubo. En algún momento, conversando con él y luego con Scrap, se siente orgulloso de haberlo intentado. Frankie le dice que es la mejor, que ganó aquel combate. Pero lo terrible ocurre cuando ella, pregunta si quedará así para siempre. El silencio es elocuente.

Días después, le amputan una pierna. Esa noche cuando vuelve a conversar con Frankie, ella, luego de haber evocado una vez más, su epopeya personal, le dice: Quiero pedirte un favor. Él sabe, entiende perfectamente, qué es lo que ella le quiere pedir, y responde: Por favor Maggie, no me pidas eso, por favor no me lo pidas…

Una noche, muy tarde lo llaman del hospital. Se viste y sale corriendo. Al llegar al hospital todos los médicos, enfermeras, están en torno de la cama de Maggie. La sangre mancha toda su ropa de cama. Lo ha intentado, piensa Frankie, se ha mordido, se ha cortado la lengua…

Luego, los médicos le cosen, le sujetan la lengua para que no vuelva a intentarlo. Luego la sedan. Cuando Frankie se acerca a verla, ya Maggie no es Maggie. Era un cuerpo inerte con la mirada perdida. En ese instante es que al parecer, él toma la determinación.

En la escena final, él alista en su maletín en el gimnasio. Entre otras cosas, guarda una jeringa inyectable. Se acerca Scrap, lo mira, y sabe qué es lo que Frankie ha decidido. Un poco más tarde, Frankie furtivamente ingresa al hospital. Avanza por los oscuros pasadizos, llega a la habitación de Maggie, o la que fue, Maggie. La contempla por última vez, pensando acaso en qué confines del universo ya estaría su alma. Le da un beso en la frente, y luego abre su maletín. Prepara sus cosas. Desconecta, de un tiro, entonces el tubo de su traquea. Luego saca la jeringa, prepara la solución y la inyecta. Al final, guarda sus cosas, da media vuelta y se retira, igual como ingresó, muy pegado a su sombra.

Dos imágenes, me quedan para siempre: por un lado, la pertinaz lucha de una persona por tratar de hacer realidad sus sueños, la pugna homérica por llevar a la práctica un deseo, una aspiración; al punto de no dudar en dejarlo todo, incluso la vida, con tal de lograrlo. Y por otro lado, el sentimiento de compasión profunda de un hombre atormentado, que por solidaridad y profundo cariño a esa mujer que no tenía nada y que lo había dado todo, es capaz de ayudarla a transitar de modo definitivo el mítico río que separa el mundo de la luz, del mundo de las sombras.

P. Libre, 8 de Enero de 2011

Macondo

Hay un hermoso artículo de Vargas Llosa[1], sobre Gabriel García Márquez y sus “Cien años de soledad”, de cuando aún eran uña y mugre, y con sus respectivas parejas, recorrían fascinados las viejas calles de Paris, se tomaban una copa de vino en algún café de Montparnasse y envueltos en olor de literatura, escribían para así poder salvar al mundo.

En él pasa revista a la fascinante historia de este colombiano genial, que en 1,954 recaló en Bogotá, iniciándose en la vida periodística en “El Espectador”, para poco tiempo después, viajar a Italia, como corresponsal para cubrir la muerte del Papa Pío XII, suceso que para fortuna nuestra, duró varios años. Luego de estudiar cine en Roma, Gabo pasó a París, y a la manera de su maestro, el gran Faulkner que vivía de fiado en prostíbulo, dedicándose tan sólo a escribir, igual, el gran colombiano, lo hizo, bajo el manto protector de las putas francesas. A ellas entonces debemos aquel magistral relato: “El coronel no tiene quien le escriba”.

Años después, volvió a América, se casó con su Mercedes de toda la vida, luego viajó a los EEUU a trabajar en la agencia norteamericana de “Prensa Latina”, para tiempo después, dejándolo todo, y acompañado siempre por su Mercedes, se decidió a recorrer por carretera el sur norteamericano. Acaso anhelaba contemplar entre los inmensos algodonales o las herrumbrosas cabañas, la imagen del escritor por antonomasia, sí, volver a ver a su adorado Faulkner.

Pero fue en 1,965 que ocurrió el milagro. Viajaba de México a Acapulco, con Mercedes y sus hijos, cuando de pronto todo se iluminó en su mente. “Debía contar la historia, tal como mi abuela me contaba las suyas, partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre a conocer el hielo[2]”. Luego de ello, teniendo completamente clara la historia en la mente, se encerró en su escritorio, aprovisionado tan sólo de cigarrillos y una buena cantidad de papel, y salió de ahí, 18 meses después, con aquella maravilla de la literatura universal que se llama: “Cien años de soledad”. A partir de ahí, todo fue como un cuento de hadas. El libro, con un primer tiraje de 20, 000 ejemplares se agotó en pocas semanas, y luego vinieron las múltiples reimpresiones y ediciones en la más variadas lenguas del mundo. Un nuevo Cervantes, alumbraba las letras en español, pero no solo eso, se ubicaba entre las más altas creaciones latinoamericanas de todos los tiempos.

Macondo es creación, fantasía, universo hecho de palabras, pero también es realidad doliente latinoamericana; Macondo es la explotación, la injusticia, el abuso – representado por el aplacamiento a sangre y fuego de los huelguistas en la estación del ferrocarril- refrendado por los politicastros de siempre, aupados al poder de turno, pero también es el heroísmo rayano en la locura, que representa el coronel Aureliano Buendía, héroe de mil y una guerras –acaso en ello también vemos representado al típico guerrillero latinoamericano-; y Macondo, finalmente también es, la larga estirpe de los Buendía, que se aman, se odian, luchan entre ellos, se entrematan –como nuestros pueblos y naciones- , y al final, nunca logran la felicidad anhelada, sino mas bien, se frustran en medio de la soledad y de la tristeza.

Detrás de todo ello, acaso metáfora doliente de nuestra América latina, se esconde un gran asunto. Todos en Macondo, actúan como si los actos, desde los más cotidianos, hasta los más sublimes, estuvieran ya predeterminados. Es la fuerza imperiosa del destino, podría decir alguien. Es el peso ineludible de la tradición, de la sangre y de la raza, podría decir otro. Lo cierto, es que a la manera de los grandes y trágicos dramas griegos, en Macondo, todo se determina por las inexorables leyes del mundo, de la historia[3], de la familia. En conclusión, no existe la libertad, en dicho paraje mítico.

¿Hasta que punto, entonces, nuestros niños y jóvenes latinoamericanos, crecieron alimentados por dicha mentalidad fatalista, mamando de dicha cultura, al punto de no creer en sus propias capacidades, al punto de no ejercer su libre albedrío y su volición, para enrumbar su vida, tal como su talento, su determinación y sus sueños lo establecían?

Replantear dichos esquemas mentales, reformular aquella profunda cosmovisión, reasumir libremente y con determinación, las riendas de nuestro propio destino, como personas, como país, como América Latina, he ahí el gran reto que tenemos el día de hoy, por delante.

P. Libre, 6 de Enero de 2011



[1] Vargas Llosa, M. “Cien años de soledad: el Amadis en América” en: “Sables y utopías. Visiones de América Latina”. Edic. Santillana. Perú. 2009

[2] García Márquez, E. “Tras las claves de Melquíades”. Edit. Norma. Bogotá. 2,001

[3] Casi a la manera como lo pintaba Stalin, en “Cuestiones del leninismo”, cuando refiriéndose al materialismo dialéctico e histórico, decía que era la ciencia que contenía las leyes del universo, de la sociedad y del pensamiento humano.